“¿Para qué tantas cebollas?”, crónica de la Guerra Civil conejera
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
El Generalísimo Franco
Burgos, 1° de abril de 1939
Los vericuetos por los que el pasado se hace patente en el momento presente son insondables. No se conocen los caminos que recorre lo pretérito para seguir haciéndonos daño, sin embargo, con el paso de los años, ahí sigue el pasado, tocándonos la puerta, arañándonos el corazón para que no lo olvidemos.
Hoy se cumplen 80 años del fin de la Guerra Civil y el inicio de la dictadura de Francisco Franco Bahamonde. Casi cuatro años antes, quedando pocas semanas para las navidades de 1936, el aún en ciernes régimen franquista pidió acuse de recibo de los conejeros contrarios al movimiento nacional. Las autoridades de la isla prepararon una lista de la muerte en la que aparecían anotados los nombres de 176 personas que, según sus informantes, defendían la causa republicana. La correspondencia oficial de la Delegación del Gobierno de Lanzarote, ahora mantenida en el Archivo de Arrecife, refleja que fueron un total de 73 personas las detenidas en la isla.
José Juan González, Domingo Abreu, Zenón Pérez, Cipriano de León, Antonio González, Mamerto Rodríguez, Francisco Martín, Lázaro Fuentes, Santiago Pena, Guillermo Ortega… Todos detenidos. Todos desaparecidos por diversas razones y por la misma sinrazón. Daba igual el motivo. Desde ser considerado anarquista a llevar una corbata roja; desde no incorporarse a filas hasta ser considerado masón. También hubo mujeres como Laura Reyes a la que apresaron por llamar “demonios” a los alzados del Movimiento Nacional. A Domingo Armas Perdomo lo detuvieron acusándolo de “manifestaciones tendenciosas” y “perturbación del abastecimiento” porque exclamó, al ver cómo el destacamento del bando nacional arramplaba sin miramientos con la cosecha, “¿para qué tantas cebollas?”.
Los recuerdos apesadumbrados pervivieron, aún lo hacen, en la memoria lanzaroteña, que para desgracia de los que la guardan, en estos casos no tiene nada de selectiva. Federico Fernández Fuentes cumplió ocho años, el mismo día que estallaba la infausta y cainita Guerra Civil: nació el 18 de julio de 1928. Federico narraba cómo a su hermano Manuel lo destinó el bando republicano a Teruel donde sopesaron como única vía de escape la necesidad de la rendición. Ese batallón lo formaban, entre otros, varios canarios. A Manuel se lo llevó el pelotón de fusilamiento, como a muchos de ese destacamento. Y Federico no ha podido dar jamás con los restos de su hermano.
Tras el fin de la Guerra Civil y el inicio de la guerra por la supervivencia en las calles de todo el país, en Lanzarote se movió mucha tierra. Se enterraron estandartes, insignias y banderas, también revistas y libros que pudieran ser identificados con el bando republicano. El miedo también hizo que muchos escaparan a iniciar una nueva vida en África.
En su obra ‘Isleta, Puerto de la Luz : campos de concentración’, el historiador Juan Medina Sanabria apunta la cifra total de 1200 personas ajusticiadas en las islas por posicionarse en contra del golpe franquista o por haber sido asociados con partidos de izquierda. Entre 1936 y 1950, unas 20.000 personas, según sus cálculos, habrían pasado por los campos de concentración, muchos de ellos lanzaroteños.
Antes de una Guerra Civil, a cada uno de quiénes la sufren nadie le asegura que el bando que ha elegido (o el que le ha tocado la mayoría de las veces) vaya a responder de la manera que espera. El artista lanzaroteño César Manrique se alistó como voluntario por el Movimiento Nacional. En 1939 volvió a la isla y comenzó a desarrollar su genial labor artística llegando a ser becado en 1945 por el Mando de Canarias en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Desde su vuelta, sólo habló de política para criticar los horrores del turismo de masas. En la biografía oficial publicada por la Fundación César Manrique puede leerse:
“participó en la Guerra Civil española como voluntario del lado franquista. Su experiencia de la guerra fue atroz, y nunca quiso hablar de ella (…) una vez concluida la guerra, regresó vistiendo aún el uniforme militar. Tras besar a su madre y a sus hermanos, subió a la azotea de la casa, se desnudó, pisoteó con rabia la ropa, la roció con petróleo y le prendió fuego”.