La huella que dejaron los piratas en Lanzarote
Texto y fotos: Turismo Lanzarote
Siglo XVI. El mundo es un tablero de Risk y una pequeña isla, a 100 kilómetros de África y en plena ruta de las Américas, resulta estratégica para ganar la partida. Piratas, comerciantes y corsarios la convierten en su despensa. Hoy nos subimos a los acantilados y los fortines de Lanzarote para hacer memoria.
Cae el día en la costa de Los Ancones. Huele a salitre. El sol se deshace en un espectáculo que empieza dorado, se enrojece y acaba púrpura con fundido a negro.
Justo aquí pero hace mucho tiempo -una noche de mayo hace más de 400 años- tres mil hombres a bordo de treinta y seis galeras desembarcaron en la oscuridad. Misión: capturar esclavos y arramplar con cualquier objeto valioso.
Pilladas por sorpresa, poco pueden hacer las milicias de la isla, formadas por varones entre 17 y 60 años con apenas formación militar. Los berberiscos entran a fuego y hierro en Teguise, capital de Lanzarote por aquel entonces. Roban arte religioso para venderlo y prenden fuego a los edificios. Arrebatan vidas, aperos y todos los documentos del archivo son pasto de las llamas.
La gente, únicamente provista de palos y piedras, huye despavorida y busca escondites. Muchos corren hasta la Cueva de los Verdes y se agazapan en las oquedades del tubo volcánico, donde permanecen a salvo hasta que un escribano decide revelar su paradero a los piratas a cambio de un trato de favor. El traidor señala la entrada secreta que usan para avituallarse por la noche y desbarata toda posibilidad de salvación.
El puerto de Arrecife vio irse los barcos cargados de 900 esclavos. Días después, el rey Felipe III ordenó a la flota española que interceptará las naves argelinas. En el fragor de la batalla hundió la mitad de los barcos, con los lanzaroteños capturados a bordo. Corría el año 1618 y la isla quedó prácticamente despoblada. Fue el ataque más desolador de todos los que sufrió Lanzarote a lo largo de tres siglos.
Roques y fortines
A veces las impresiones aciertan. Si contemplamos el Archipiélago Chinijo desde los 480 metros de altura del risco de Famara, veremos un conjunto de islas y roques que parece sacado del grabado de una novela de Julio Verne.
Entre Alegranza, La Graciosa, Montaña Clara y los dos roques, el del Este y el del Oeste, se refugiaron durante la Edad Moderna corsarios de diversa bandera para hacer reparaciones, trazar planes y aguardar el paso de la Flota de Indias, siempre cargada de valiosas mercancías.
Navegar por estas aguas es hoy una experiencia placentera para el viajero y al mismo tiempo, la única forma de contemplar los mismos fondeaderos y acantilados que vieron hace cinco siglos aquellos nautas ávidos de hacer negocio.
Los ataques eran tan habituales y feroces que la corona española ordenó la construcción de sistemas defensivos: vigías en atalayas, campanas tocando a rebato y pequeñas fortalezas como el Castillo de San Gabriel, que tenía dependencias para las tropas, una sala de armas y un polvorín. Los cañones que visten hoy su fachada apuntando pacíficamente hacia Fuerteventura son posteriores, del siglo XIX.
La bici es el mejor transporte para seguir esta ruta histórica. Dejamos Naos atrás y pedaleamos hacia el Muelle de los Mármoles para visitar otro fortín en la misma bahía: el Castillo de San José, levantado en tiempos de Carlos III y reconvertido en Museo Internacional de Arte Contemporáneo por César Manrique. Desde sus cristaleras panorámicas la imaginación echa a volar como una gaviota y podemos empatizar con la dramática existencia del lanzaroteño de aquel tiempo: hambriento por la falta de tierras de cultivo (las vegas más fértiles fueron cubiertas por la lava de Timanfaya) y sin apenas agua por una severa sequía que se cebó con la isla. No por casualidad este castillo defensivo se conocía popularmente como la Fortaleza del Hambre.
Donde las dan, las toman
Conviene saber que los señores de Lanzarote actuaron con idéntica violencia desde que conquistaron Lanzarote. Durante 150 años organizaron expediciones al Norte de África (llamadas cabalgadas) para capturar esclavos moriscos. El tráfico de personas era una operación mercantil habitual y los derechos humanos universales estaban por llegar.
Nos mudamos de municipio. Destino: Teguise. El antiguo torreón construido en lo alto del volcán de Guanapay se quedó corto para hacer frente a los virulentos ataques y en 1570 se empezó a convertir en un señor castillo con almenas. Razones sobraban pues dos décadas antes habían arrasado la villa el corsario francés El Clérigo y un turco con el espantoso nombre de Cachidiablo. Hoy, el castillo alberga precisamente el Museo de la Piratería.
No hay que marcharse de la Villa sin pasar por el Callejón de la Sangre, una pequeña vía adoquinada de 50 metros, fácil de localizar incluso sin Google Maps ya que es la trasera de la Iglesia de Guadalupe. En este antiguo cauce de un barranco, los lanzaroteños vencieron a los asaltantes comandados por el pirata Dogali en 1571, pero quince años más tarde, exactamente en el mismo lugar, perecieron muchos otros en otro ataque norteafricano.
Piratas y corsarios generaron una perpetua sensación de miedo y desconfianza en la isla. Muchos lanzaroteños emigraron.
Leer a Rumeau de Armas en Los Hervideros
Nos vamos a Femés, pueblo de excelentes quesos y cabrito asado. Desde el mirador se ve el estrecho de la Bocaina que separa Lanzarote de Fuerteventura y que a veces, según ronque el viento, se envuelve en la bruma. También aquí merodeaban los depredadores marinos.
En 1593 los navíos ingleses Pleasure y Mary Fortune llegaron para hacerse con un barco portugués que había fondeado en la isla. También decidieron llevarse la madera de la antigua ermita de San Marcial de Rubicón, primera sede episcopal de Canarias.
Cogemos el coche y llegamos hasta el Castillo del Águila (o de las Coloradas), en Playa Blanca. La arquitectura del torreón, asomado a una costa abrupta, evoca un montón de escaramuzas.
Apenas siete años después de ser levantada, cuatrocientos hombres se bajaron de dos jabeques, mataron a la guarnición y prendieron fuego a la torre. Femés no corrió mejor suerte.
El comerciante inglés Thomas Wyndham, a bordo de su Lion, hizo escala en Lanzarote después de comerciar en el Safí marroquí. Tantos hartos estaban los conejeros que malinterpretaron sus intenciones y lanzaron un ataque preventivo contra él. El navegante reclamó daños y perjuicios al rey de España y recibió una indemnización por tan agrio recibimiento.
Le Testu, La Motte, el conde de Cumberland, Walter Raleigh… Es inmensa la lista de navegantes que hicieron de Lanzarote el escenario perfecto para ejercer la violencia.
Antonio Rumeau de Armas recoge todos estos episodios en su obra Piraterías y ataques navales contra las Islas Canarias. Leerle antes de asomarse a Los Hervideros o al Mirador de Guinate hace que la experiencia de viaje valga el doble.